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La leyenda de los Zsegg

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Era un día de sofocante calor. Me hallaba junto a unos amigos pasando unas semanas de vacaciones en el parque de Ischigualasto o Valle de la Luna, en Argentina.

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El parque de Ischigualasto es un espacio natural. Sobre su superficie descansan numerosas formaciones rocosas, cuyo origen permanece envuelto en un halo de misterio. Entre ellas destacan por su singularidad el Hongo, el Submarino, la Cancha de Bochas. Se trata de una suerte de piedras cilíndricas de las que se desconoce quién las creó y por qué se encuentran ahí.

Pero, por encima de todas, se alza, majestuosa, la colosal Esfinge, una gran roca, que, pese a la erosión, semeja para el observador un gato tumbado que nos recuerda a la popular Esfinge de Egipto.

Mientras observaba la Esfinge, completamente abstraído, un hombre de mediana edad, con pelo largo, barba frondosa y vestido con ropa caqui y pantalones cortos —seguramente debía pertenecer a un grupo de turistas que había próximo—, se me acercó y sin mediar palabra, me dijo:

—Te veo ensimismado con ella, ¿conoces su leyenda?
—No —le contesté, sin saber que tuviera su propia leyenda.
—Para poder contártela bien debemos observarla desde una cierta distancia. Acompáñame
—añadió.

Caminamos alrededor de 75 o 100 metros, separándonos de la escultura por su parte izquierda. Nos detuvimos y la miramos. Desde ese punto justo en el que nos encontrábamos —y no otro—, podían apreciarse perfectamente delimitadas en su cabeza dos caras contrapuestas: una felina, la de un arrogante gato en la parte delantera; y otra, la de un perfil humano cuya mirada parecía perderse en la contemplación del horizonte, en la parte de atrás.

Mi interlocutor se aclaró, entonces, brevemente la voz y comenzó a hablar…

—Nuestros amigos los gatos tienen su propia leyenda… una historia muy antigua, en la que el hombre y el gato sellaron un pacto humano y divino por el que quedaron unidos de manera indisoluble para toda la eternidad.

Hace muchos, muchos años, mucho antes de que el hombre habitara este planeta, los Zsegg —seres venidos desde el otro lado del cosmos— aterrizaron en lo que hoy es Argentina. Dice la leyenda que eran tan parecidos a nosotros que, incluso hoy día, podríamos mezclarnos con ellos y no ser reconocidos.

Los Zsegg iban acompañados en todo momento por los Kumma, individuos extremadamente inteligentes, de quienes se cree que eran descendientes directos de los Dioses. Los Kumma ejercían de consejeros de los Zsegg. Los guiaban, resolvían sus dudas, y sus opiniones y advertencias eran escuchadas y respetadas de tal manera que los Zsegg jamás tomaban una decisión sin antes habérsela consultado primero a ellos y haber obtenido su aprobación.

Los Zsegg se enamoraron de nuestro planeta y de su naturaleza desbordante de vida: los lagos y ríos, sus montañas, su exuberante vegetación, el viento, la lluvia, la inmensidad del mar…, pero lo que más despertó su entusiasmo fue la variedad de especies que lo poblaban.

Tanta admiración llegaron a sentir los Zsegg por la Tierra, que finalmente decidieron consultar con sus asesores —los Kumma— la posibilidad de crear ellos mismos una de estas criaturas a su imagen y semejanza.

Los Kumma, después de reflexionar largamente sobre ello, lo reprobaron enérgicamente. En el planeta —dijeron— reina la armonía y el equilibrio entre todos los seres que lo habitan. Si intervenimos en su estado original introduciendo una nueva criatura alteraremos este equilibrio y pondremos en riesgo la supervivencia de todas sus especies, y con ello la del propio planeta, estallando el caos y la destrucción —añadieron.

Sin embargo, los Zsegg deseaban tanto hacerlo que —por primera vez en su historia— desoyeron a los Kumma y siguieron adelante con su plan. Cuenta la leyenda que los Zsegg tardaron 40 días en concebir el nuevo ser. Cuando por fin este vio la luz, sus creadores no pudieron reprimir el llanto, emocionados por haber conseguido hacer algo tan bello y bautizaron a la nueva especie con el nombre de Ummra.

Cuando los Kumma lo descubrieron se entristecieron enormemente. La cuenta atrás para la destrucción del precioso planeta había comenzado —pensaron—. Ya no había nada que hacer. Sin embargo, aún existía una posibilidad de poder prevenirla: convertirse a su vez en los consejeros de los Ummra, de modo que estos les consultaran sus planes antes de tomar cualquier decisión e hicieran caso de sus consejos. Así pues, cada Kumma fue protector y conciencia de cada uno de los Ummrra que había sido creado.

Cuidar y velar por el planeta ante cualquier posible amenaza, así como vivir en paz con sus hermanos animales, fueron las consignas que los nuevos Ummra debían acatar de sus protectores los Kumma. Los Kumma se encariñaron rápidamente con la nueva creación de los Zsegg y durante casi un Kersh —unos 380 años— reinó la armonía en la Tierra. Cada una de las especies que la habitaban era parte indispensable para su desarrollo y hermanos en la rueda de la vida.

Sin embargo, un buen día los Zsegg decidieron que debían abandonar el planeta y, con la promesa de protegerlo y cuidar de todas las especies que lo poblaban, lo dejaron en herencia a sus hijos los Ummra, de los que estaban tan orgullosos.

Un gran dilema se planteó entonces a los Kumma, apesadumbrados ante el hecho de haber de partir junto a los Zsegg. ¿Serían los Ummra capaces de continuar conviviendo satisfactoriamente con el resto de las especies, de respetar la naturaleza y de preservar la vida en la Tierra? —se preguntaron.

Después de mucho parlamentar, los Kumma finalmente tomaron una decisión: de ellos saldría una especie nueva, que se quedaría en la Tierra ayudando, protegiendo y aconsejando a los nuevos herederos para salvaguardar la vida en el planeta. Esta nueva especie tendría comunicación directa con los Kumma, a los que informarían puntualmente de todo cuanto aconteciese en la Tierra.

Después de varias jornadas de estudio y diseño del nuevo ser, llegó el gran día en que los nuevos descendientes de los Dioses Kumma verían la luz. Cuenta la leyenda que los Kumma dieron a las nuevas criaturas la perfección absoluta: su cuerpo ágil y musculoso los hacía capaces de trepar en las circunstancias más difíciles, sus cuatro patas les permitían correr a gran velocidad, su cara —presidida por unos preciosos ojos, de los que manaba una cálida mirada— junto con su elegante porte y el brillo de su pelaje, enamoraba a los Ummra. Estos nuevos Dioses —antepasados de los gatos con los que convivimos hoy día— fueron bautizados con el nombre de Mhaus o Maus.

Llegado el día en que los Kumma debían abandonar el planeta junto a los Zsegg, tuvo lugar una gran fiesta de despedida. Antes de su partida los Kumma hicieron la promesa a los Ummra de regresar algún día.

Hombres y Dioses, los Ummra y los Maus llegaron a establecer entre ellos una conexión tan fuerte que casi podría decirse que constituían una única y misma especie, conviviendo en paz y armonía y siendo este un periodo de gran felicidad y prosperidad para el planeta y todos sus pobladores.

Los Ummra, en agradecimiento a sus protectores, los Maus, tallaron en la roca una titánica e inmortal esfinge; una enorme escultura, en la que ambas especies quedaron unidas hasta el final de los tiempos.

En su parte delantera, el rostro de un Mau, con expresión altanera —a sabiendas de su naturaleza divina— observaba, en actitud protectora, el horizonte y a todas sus criaturas. En la parte trasera de su cabeza, un Ummra contemplaba absorto la inmensidad del paisaje circundante.

Milenios más tarde, el agua acabó por anegar todo el planeta, sumergiendo a la escultura bajo su superficie. Hubieron de pasar muchos, muchos años más, hasta que el agua se retiró, la arena que la cubría fue desplazada por los fuertes vientos que barrieron la zona día y noche y la esfinge volvió a emerger a la superficie.

Hoy en día, la escultura permanece visible en el parque natural de Ischigualasto en el Valle de la Luna, Argentina. La esfinge, poderosa y serena, gloriosa, pero a la vez benevolente, se erige como protectora de todo ser vivo en el que posa su mirada, recordando quizás con nostalgia aquella época en la que el hombre amaba y respetaba a todas las especies pobladoras del planeta, como parte de una única y gran familia.

Fran J. Fradejas es observador del comportamiento animal y la naturaleza. Especialista en pequeños y grandes felinos y fauna salvaje.

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