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El remate final

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Un sobrecogedor relato de Alicia Drancin que nos descubre el alma de alguien que se ahoga en una realidad arrolladora. Una lectura emotiva y sincera que explora el sufrimiento en una de sus formas más temidas.

Las calles están llenas de agua. Mete la mano en el monedero y mira cuántos billetes quedan. Como puede, baja del taxi, y su paraguas, embolsado por el viento, la tambalea. Lleva una gabardina en un tono ocre, que él le regaló. La lluvia odiosa ondula más aún su pelo, la despeina y le corre el maquillaje.

Estuvo toda la noche sin dormir. Ya las pastillas no hacen el efecto de antes. Ella siente que hoy es un día para arrancar del almanaque. Encima ese dolor en el pecho. ¿Será la angustia de saber que en la clínica la esperan las enfermeras que lo cuidan? ¿Qué dirán? ¿Habrá buenas noticias hoy?

Atormentada, casi resbala con los escalones de mármol de la entrada. Deja el paraguas en recepción y se acomoda el cabello como puede. Mira el ascensor y siente que es la última mañana. Ese maldito presentimiento le taladra la cabeza una y otra vez. Camina haciendo ruido con los tacos altos y presiona el botón número siete.

Habitación ciento setenta y tres. Él está recostado en la misma posición de anoche. Ella se acerca y acomoda las sábanas de lienzo blanco para que no quede ninguna arruga. Lo cubre, además, con una manta tejida a crochet color azul. Le caricia el pelo, lo besa en la frente, y se sienta al lado de la cama.  Le toma las manos calientes y aprieta un poco esperando una respuesta. Ella siente una presión leve y se siente esperanzada con un posible despertar. Y luego comienza a cantarle una canción de cuna pensando, tal vez, que la melodía lo acompañe a dormir para siempre. Esa sensación de no saber qué quiere, esa encrucijada está terminando con ella.

Hace ocho meses había participado de un torneo de rugby. Llegó muy cansado y con dolor de cabeza. Parece que se descompensó mientras dormía. Los médicos dijeron en aquel momento que, si se hubiera podido advertir la situación, quince minutos lo salvarían. Quince minutos serían suficientes para marcar la diferencia entre la vida y la muerte en vida.

La constancia y el amor describen su estadía en esa habitación de sonidos intermitentes. La estremece pensar qué pasará cuando los números rojos desaparezcan y tenga que dejarlo ir. En ese momento, entra el médico que se ocupa del tratamiento. Tiene la mirada rara y vidriosa. Trae unos sobres e, incómodamente, dice que los resultados no son los esperados. El panorama, al igual que el diagnóstico, son oscuros. Demasiado. Casi tanto como los nubarrones de fuera. Sugiere, utilizando palabras sutiles, la desconexión inmediata. No hay posibilidades de recuperación.

Ella está descompuesta de dolor. Se agarra la cabeza y llora, llora como loca. Se desliza la máscara de pestañas por la cara. Es un llanto negro que le dificulta la respiración. Se sirve un vaso con agua para ver si puede calmarse. Le tiemblan los labios. Vuelve a su lado. Y apoya su cara en el pecho de él. Puede sentir los latidos. Y ese compás rítmico la envuelve en un sueño de recuerdos. La última vez que estuvieron juntos fue para el día de la madre. Le regaló la gabardina color ocre y un ramo de jazmines. Adora el perfume de los jazmines. Perfuman hasta el alma.

Habían almorzado tallarines que ella amasó y flan casero de postre. Café de sobremesa y una charla intensa entre madre e hijo. Estudiaba arquitectura y tenía planes. Una beca en Suiza y vacaciones con su novia. Faltaban unas materias, pero no era preocupante. Aunque también comentó que se sentía fatigado. Nada grave.

Sigue con su cabeza sobre el pecho. Tiene un aroma único que podría percibir a metros de distancia. Ella comienza a respirar entrecortadamente, está dormida. Entresoñando con momentos de felicidad. Con días sin tiempo, o, más bien, con días donde el tiempo podía volar.

En un instante las frecuencias se hacen cada vez más espaciadas. Ella cree darse cuenta. La garganta se le cierra de desesperación. Ya nada importa. Él sigue recostado en la misma posición de anoche. Las curvas de color verde se transforman en una línea recta y ambos corazones sincronizan el segundo concreto en dar el remate final.

Alicia Drancin es profesora en Ciencias Económicas, especializada en Educación y nuevas tecnologías, y en Políticas Socioeducativas. Mujer que escribe. Mi primer libro editado, «El desorden de mis versos»; el próximo, «La física de mis versos». Cuando no estoy en el aula, me enloquece el cine y la fotografía. Facebook | Twitter

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