Donde el arte y la historia son testigos de la elección de un nuevo Papa
La elección de la Capilla Sixtina como sede del cónclave no es casual. Desde 1492 este espacio ha sido el corazón de las grandes decisiones de la Iglesia, salvo contadas excepciones. Aquí se entrelazan arte, fe y política en una atmósfera única, donde los cardenales, aislados del mundo exterior, buscan inspiración y guía bajo la mirada de los profetas, sibilas y las escenas del Génesis pintadas por Miguel Ángel.
La historia de la Capilla Sixtina comienza mucho antes de que este genio renacentista tomara sus pinceles. A finales del siglo XV, en el corazón del Vaticano, existía una antigua capilla medieval llamada Cappella Magna, que amenazaba ruina. El papa Sixto IV, decidido a dejar su huella, encargó su reconstrucción y la dotó de una nueva grandeza. Así nació la Capilla Sixtina, cuyo nombre honra a este pontífice.

El resultado de aquel proyecto fue una nave rectangular de 40,5 metros de largo por 13 de ancho y 20 de alto, dimensiones que, según la tradición, evocan el Templo de Salomón en Jerusalén —medía 60 codos de largo, 20 codos de ancho y 30 codos de alto—.
Un museo renacentista viviente
Antes de que Miguel Ángel transformara la bóveda, las paredes laterales ya lucían frescos de los mejores artistas del Quattrocento. Si nos detenemos a observar, descubriremos episodios de la vida de Moisés y de Cristo, obra de maestros como Botticelli, Perugino, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli. Bajo estas escenas, trampantojos simulan cortinas, y entre las ventanas se alinean los retratos de los papas, testigos mudos de siglos de historia.

Esta decoración no fue solo un despliegue de talento, sino también un gesto diplomático: la contratación de artistas florentinos buscaba reconciliar al papa con Lorenzo de Médici, el poderoso líder de Florencia. Así, la Capilla Sixtina nació como un símbolo de unidad y esplendor.
El desafío de la bóveda: Miguel Ángel entra en escena
Pero la verdadera revolución llegó en 1508, cuando el papa Julio II decidió que la bóveda azul estrellada ya no era suficiente. Quería algo grandioso, y pensó en Miguel Ángel Buonarroti, que por entonces era más escultor que pintor. De hecho, Miguel Ángel rechazó el encargo varias veces, convencido de que sus enemigos querían verlo fracasar en una disciplina que no era la suya.
Finalmente, aceptó el reto. Durante cuatro años —entre 1508 y 1512— trabajó casi en solitario, tumbado sobre un andamio especial que él mismo diseñó, pincel en mano y pintura goteando sobre su rostro.

Lo que Miguel Ángel logró en la bóveda fue una hazaña sin precedentes. Pintó nueve escenas del Génesis, desde la Separación de la Luz y las Tinieblas hasta la Embriaguez de Noé. La más famosa, sin duda, es la Creación de Adán, ese instante suspendido en el que los dedos de Dios y del hombre casi se tocan, símbolo universal de la chispa divina en la humanidad. Pero hay mucho más: profetas y sibilas, colosos musculosos y enérgicos, rodean las escenas centrales, dotando a la bóveda de una energía casi teatral.

El rito del cónclave bajo el Juicio final
Años después, entre 1536 y 1541, Miguel Ángel regresó a la Sixtina para pintar la pared del altar con El Juicio final, una obra monumental que impresiona por su dramatismo y su visión apocalíptica. Aquí, el artista ya no es el joven idealista de la bóveda, sino un hombre maduro, marcado por las guerras, el Saco de Roma y sus propias dudas espirituales.

En El Juicio Final, cientos de figuras giran en un torbellino de salvación y condena. Miguel Ángel se retrató a sí mismo en la piel desollada que sostiene San Bartolomé, un gesto de humildad y angustia existencial.
El genio y sus tormentos
La Capilla Sixtina está llena de curiosidades fascinantes. Por ejemplo, se cuenta que Miguel Ángel, harto de las críticas de algunos miembros del clero, pintó el rostro de Biagio da Cesena, Maestro de Ceremonias del Papa, en el cuerpo de Minos, juez infernal, en El Juicio Final. Cuando Biagio protestó ante el Papa, este, jovial, respondió que no podía hacer nada: “Mi poder no llega al infierno”.
Otra anécdota célebre es la del “Il Braghettone” o “el pintacalzones”. Tras la muerte de Miguel Ángel, la Iglesia consideró que algunos desnudos eran demasiado explícitos. En 1565, encargaron a Daniele da Volterra cubrir con paños y hojas de higuera las partes más “comprometidas” de los frescos, lo que le valió ese apodo burlón.
Volviendo al cónclave. Comenzará con la misa “Pro Eligendo Pontifice”, seguida de la procesión de los cardenales hacia la Sixtina. Allí, frente al imponente Juicio final, se colocará la urna de votación. Es imposible no pensar que el arte aquí no solo es un decorado, sino un recordatorio visual del peso y la trascendencia de la decisión que se toma. Como decía Juan Pablo II…
La Capilla Sixtina “contribuye a hacer más viva la presencia de Dios”.