Vista de la Isla de París desde un lateral del Sena (Pierre Blache, Pexels).
Comenzamos en la Île de la Cité, el núcleo primigenio de París, donde la historia y la leyenda se entrelazan de manera irresistible. Aquí, frente a la imponente fachada de Notre Dame, te pido que mires con atención los pórticos esculpidos.
En el pórtico de la izquierda, conocido como la Puerta de la Virgen, una figura destaca entre todas: un santo con los hábitos de obispo, que sostiene su propia cabeza entre las manos. Es San Denis, el patrón de París, protagonista de una de las leyendas más extraordinarias de la cristiandad.
San Denis, o San Dionisio, fue el primer obispo de la ciudad, allá por el siglo III, cuando París aún se llamaba Lutecia y los romanos imponían su ley y sus dioses. Cuenta la leyenda que, tras negarse a adorar a los dioses paganos, fue arrestado junto a sus compañeros Eleutherius y Rústico, torturado y finalmente decapitado en la colina de Montmartre, donde entonces se erigía un templo dedicado a Mercurio.
Pero aquí la historia da un giro fantástico: tras la decapitación, Denis recogió su cabeza, la sostuvo entre las manos y, ante el asombro de todos, caminó varios kilómetros hasta encontrar a una piadosa señora llamada Catulla, a quien pidió sepultura digna. Por eso, en muchas iglesias de París, y especialmente en Notre Dame, se representa su estatua con la cabeza en las manos.
Pero Notre Dame es mucho más que leyendas medievales. Sus puertas, cada una con su nombre y su misterio. Se cuenta que en la Puerta de Santa Ana el maestro escultor realizó un trabajo tan perfecto que algunos decían que había hecho un pacto con el diablo.
La obra fue tan impecable que el diablo, celoso, terminó llevándose su alma, dejando su cuerpo frente a la puerta como advertencia a los futuros artesanos demasiado ambiciosos.
Siguiendo nuestro paseo por la plaza, justo al lado de Notre Dame, te invito a buscar un pequeño medallón de bronce incrustado en el suelo. Es el “punto cero” de las carreteras de Francia, el lugar exacto desde donde se miden todas las distancias del país.
Frente a Notre Dame, cruzando la calle, se alza el Hôtel-Dieu, un edificio que podría pasar desapercibido entre los monumentos más famosos, pero que guarda un récord impresionante: es, posiblemente, el hospital más antiguo del mundo aún en funcionamiento.
Ha visto pasar plagas, guerras, revoluciones y pandemias, y sigue recibiendo pacientes hoy en día. Imagínate a los monjes medievales atendiendo a los enfermos en sus frías salas de piedra, mientras afuera la ciudad cambiaba de manos y de reyes.
El Hôtel-Dieu es un testigo silencioso de la resiliencia parisina, un lugar donde la caridad y la ciencia han ido de la mano durante más de trece siglos.
Pero volvamos a Notre Dame, porque sus muros han presenciado episodios que han marcado la historia de Francia y del mundo. Aquí, el 2 de diciembre de 1804, Napoleón Bonaparte se coronó emperador, en una ceremonia fastuosa y cargada de simbolismo.
En lugar de dejar que el Papa le colocara la corona, como dictaba la tradición, Napoleón la tomó con sus propias manos y la posó sobre su cabeza, dejando claro que el poder ya no venía de Dios, sino de la voluntad del pueblo y de su propio genio. Fue un acto de orgullo y modernidad, que rompió con siglos de historia y que aún resuena bajo las bóvedas góticas de la catedral.
Sin embargo, Notre Dame también fue escenario de la furia revolucionaria. Durante la Revolución Francesa, el fervor anticlerical llevó a los revolucionarios a decapitar las estatuas de los reyes de Judá que adornaban la fachada, creyendo erróneamente que representaban a los reyes de Francia.
Las cabezas cortadas fueron arrojadas a la calle y permanecieron desaparecidas durante casi dos siglos, hasta que, en 1977, fueron halladas enterradas en una casa cercana. Hoy se conservan en el Museo de Cluny, testigos mudos de una época en la que la historia y la iconoclasia iban de la mano.
Pero la Île de la Cité guarda más secretos. A pocos pasos de Notre Dame, siguiendo el curso del Sena, se encuentra la Conciergerie, un edificio de aspecto imponente que fue, en su origen, el palacio de los reyes merovingios y, más tarde, residencia real.
Sin embargo, la historia le reservó un destino mucho más oscuro: durante la Revolución Francesa, la Conciergerie se transformó en una de las prisiones más temidas del país. Aquí estuvo encarcelada María Antonieta antes de ser llevada a la guillotina, junto a miles de prisioneros que esperaban su destino en las húmedas celdas del edificio.
Mientras avanzamos por la isla, cada rincón nos cuenta una historia. Las gárgolas de Notre Dame, por ejemplo, no solo servían para canalizar el agua de lluvia, sino que, según la leyenda, protegían la catedral de los malos espíritus.
Se dice que, durante la Revolución, cuando los revolucionarios intentaron destruirlas, una de ellas cobró vida y ahuyentó a los profanadores, salvando así el templo de una destrucción mayor. ¿Verdad o fantasía? En París, a veces es difícil distinguir una de otra.