Cultura

San Ambrosio: el primer lector moderno de la historia

Dice Paul Auster que la literatura es esencialmente soledad, puesto que se escribe en soledad y se lee en soledad. Sin embargo, esto no siempre fue así o, al menos, eso es lo que creemos. Al parecer, en la antigüedad se leía poco y siempre en voz alta, es decir, la oralidad era el escenario natural de la lectura.

La culpa la tenía la llamada “scriptio continua” una forma de escribir que consistía, básicamente, en que todas las palabras estaban unidas en la línea, sin que existiera separación entre ellas. Además, y esto hacía todavía más engorrosa la lectura, el orden de lectura de las palabras no estaba totalmente establecido dado que no había normas de construcción gramatical.

Hubo un tiempo que había lectores y escuchantes

Los creadores del fonetismo sistémico, ese que coordina símbolos y sonidos para crear un sistema de escritura, fueron los sumerios. En su literatura encontramos oraciones, conjuros, epopeyas, mitos y relatos de amor. En todos los casos se elaboraban para ser leídos en voz alta.

Las aventuras y desventuras de Gilgamesh eran historias sonoras que se compartían a través de las longitudes de ondas, por este motivo durante mucho tiempo era tan importante el espacio abierto durante la lectura.

Qué duda cabe que en aquella época la textura de un relato tenía una riqueza y una variedad infinitas, desde los tonos hasta las pausas, pasando por las escansiones, las vibraciones e, incluso, los actos fallidos. No había dos lecturas iguales y, por supuesto, el testimonio literario tenía que soportar una crítica por parte de los “escuchantes”.

Lectura ambrosiana

El inicio de la lectura silenciosa, a la que podríamos bautizar como “ambrosiana”, surge en torno al siglo IV d.C. En uno de los pasajes de las “Confesiones” San Agustín de Hipona dice que se sorprendió sobremanera al contemplar a su maestro San Ambrosio “leer con los ojos mientras su lengua y su voz quedaban quietas”.

Se podría decir que con San Ambrosio la lectura se hizo íntima y perdió la sociabilidad que había disfrutado durante siglos.

Evidentemente, el paso de la lectura oral a la silenciosa fue gradual y no se debió generalizar hasta bien entrada la Edad Media. Este cambio respondió a un cúmulo de factores: por una parte al desarrollo de los signos de puntuación que indicaban el sentido de una frase, por otra a la separación de las palabras, así como el uso generalizado de las minúsculas y de los párrafos.

Seguramente los más viejos del lugar debieron de horrorizarse con aquella modernidad que, unida al progresivo avance de las lenguas vernáculas en detrimento del añejo latín, permitía que cada cual cogiese su libro, se aislase y leyera para sí. Cuando escribo estas líneas retumban en los senderos de mi memoria aquellas silabeantes palabras de uno de mis primeros profesores: “¡Leed para vo-so-tros!”.

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